Hoy dejo en el blog, la homilía completa
que el Papa Francisco pronuncio ayer en la eucaristía de inicio de su
pontificado. Creo que es importante leer, pues se supone que en ella ha debido
de marcar lo que será su línea de pontificado. La transcribo aquí, la homilía
para que, siempre la podamos tener como referente para en estos días poder
hacer un análisis.
Queridos hermanos y hermanas
Doy gracias al Señor por poder celebrar
esta Santa Misa de comienzo del
ministerio petrino en la solemnidad de san José, esposo de la
Virgen María y patrono de la Iglesia universal: es una coincidencia muy rica de
significado, y es también el onomástico de mí venerado Predecesor: le estamos
cercanos con la oración, llena de afecto y gratitud.
Saludo con afecto a los hermanos
Cardenales y Obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas y a
todos los fieles laicos. Agradezco por su presencia a los representantes de las
otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a los representantes de la
comunidad judía y otras comunidades religiosas. Dirijo un cordial saludo a los
Jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones oficiales de tantos países
del mundo y al Cuerpo Diplomático.
Hemos escuchado en el Evangelio que «José
hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer» (Mt
1,24). En estas palabras se encierra ya la misión que Dios confía a José, la de
ser custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se
alarga luego a la Iglesia, como ha señalado el beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se
dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y
protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y
modelo» (Exhort. ap. Redemptoris Custos, 1).
¿Cómo ejerce José esta custodia? Con
discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una
fidelidad y total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta
el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en
todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los
momentos serenos de la vida como los difíciles, en el viaje a Belén para el
censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático
de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y
después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó
el oficio a Jesús.
¿Cómo
vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la
atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no
tanto al propio; y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en
la primera Lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la
fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa,
pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque
sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es
más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con
realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las
decisiones más sensatas.
En él, queridos amigos, vemos cómo se
responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos
también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo
en nuestra vida, para guardar a los demás, salvaguardar la creación.
Pero la vocación de custodiar no sólo nos
atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y
que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación,
la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos
muestra san Francisco de Asís: es
tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que
vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con
amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que
a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del
otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como
padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán
en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un
recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien.
En el fondo, todo está confiado a la
custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed
custodios de los dones de Dios. Y cuando el hombre falla en esta
responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación y por los hermanos,
entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido.
Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que traman
planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer.
Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en
el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en
la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los
signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro.
Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos.
Recordemos que el odio, la envidia, la
soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre
nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las
intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos
tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.
Y aquí añado entonces una ulterior
anotación: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con
ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente,
trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de
los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y
capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No
debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.
Hoy, junto a la fiesta de San José,
celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro,
que comporta también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder a
Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre
el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta mis
ovejas. Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el
Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene
su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde,
concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a
todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad,
especialmente los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo
describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al
forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el
que sirve con amor sabe custodiar.
En la segunda Lectura, san Pablo habla de Abraham, que
«apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza» (Rm 4,18). Apoyado en
la esperanza, contra toda esperanza. También hoy, ante tantos cúmulos de cielo
gris, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos esperanza.
Custodiar la creación, cada hombre y cada mujer, con una mirada de ternura y de
amor; es abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes; es llevar el calor
de la esperanza.
Y, para el creyente, para nosotros los
cristianos, como Abraham, como san José, la esperanza que llevamos tiene el
horizonte de Dios, que se nos ha abierto en Cristo, está fundada sobre la roca
que es Dios.
Custodiar a Jesús con María, custodiar
toda la creación, custodiar a todos, especialmente a los más pobres,
custodiarnos a nosotros mismos; he aquí un servicio que el Obispo de Roma está
llamado a desempeñar, pero al que todos estamos llamados, para hacer brillar la
estrella de la esperanza: protejamos con amor lo que Dios nos ha dado.
Imploro la intercesión de la Virgen
María, de san José, de los Apóstoles san Pedro y san Pablo, de san Francisco,
para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio, y a todos vosotros os digo:
Orad por mí. Amen.
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