Este domingo clausuramos el
año de la FE que comenzábamos el 14 de Octubre del año pasado, de acuerdo con
lo que nos pedía el Papa Emérito Benedicto XVI, y coincidiendo también con el 50
aniversario del inicio del Concilio Vaticano II y los 20 años de la
promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica. En su carta Porta fidei,
Benedicto XVI decía que el objetivo principal de este Año era fortalecer nuestra
fe, redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara
la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo, y ayudar a los
que se han alejado a descubrir que ser y vivir como cristiano es maravilloso,
que llena la vida de paz y de alegría y le da sentido de plenitud.
Por eso, transcurrido este
año lo primero que deberíamos tener claro, es una cosa. Y es que, una cosa es
“lo que” se cree; y otra cosa es “en quién” se cree. Y aunque a simple vista
parece lo mismo, pues no es lo mismo. “Lo que” se cree: se refiere a verdades,
dogmas, normas, mandamientos, ritos, ceremonias… Es, por tanto, un acto
intelectual esencialmente. “En quién” se cree: se refiere a personas. Que
quiere decir esto, que tener fe en alguien, es fiarse de esa persona, es decir,
confiar, ser fiel (tener fidelidad). Claro aquí la fe, ya no es esencialmente
un acto intelectual, sino una experiencia, que nos lleva a tener confianza, a
fiarnos y ser fiel.
Quiero decir con todo esto
que no es lo mismo relacionarse con “verdades”, que relacionarse con
“personas”. A las verdades se las acepta con la cabeza y la razón. A las
personas se las acepta con el corazón y la vida.
Llevado este razonamiento a
nuestra fe cristiana, debemos de deducir, que antes que la fidelidad a la
“verdades” que enseñó Jesús, está la fidelidad a la vida que llevó Jesús. Es
decir, que nuestra fidelidad, nuestra fe, no nos debe de llevar sólo a lo que
dijo Jesús, sino, antes que eso, a la persona misma de Jesús.
Por todo esto se comprende
que, en los evangelios, la fe se entiende como confianza en Jesús y como
fidelidad hacia Jesús. Pero no sólo del Jesús Resucitado, si no que antes de
nada, del Jesús, que recorrió los caminos y las aldeas de Galilea, y murió
crucificado en Jerusalén. Es decir, que la fe cristiana no puede prescindir de
la vida y de la historia de Jesús.
Así nos los demuestran y,
nos lo resuelven los estudios teológicos. Estos estudios, nos plantean
que el problema que ha presentado la propagación de la fe cristiana, es que esa
fe cristiana fue explicada, primero, por san Pablo (entre los años 50 al 55). Y
mucho más tarde (entre los años 70 al 80) fue explicada por los evangelios. Y
aquí, lógicamente empezó el dilema, ya que Pablo, no conoció al Jesús terreno.
Pablo sólo conoció al Cristo Resucitado. Y, por consiguiente, explicó la fe, no
como una experiencia que se refiere a algo que se vive en esta vida, sino como
una experiencia que se refiere a verdades que trascienden de este mundo y
tienen su centro en el otro mundo. Por eso, cuando Jesús les decía a los
enfermos: "Tu fe te ha salvado", se refería obviamente a que la
confianza y la fidelidad, que aquellas pobres gentes ponían a Jesús, las liberaba
de sufrimientos, penas y otras desgracias de esta vida. Mientras que, cuando
Pablo dice "estamos salvados por la fe", se refiere a la salvación
sobrenatural y eterna, algo que trasciende este mundo. Pero además, la
cuestión, se complica cuando caemos en la cuenta, de que Pablo presenta la fe
como fe en Cristo crucificado, que sufrió y murió por nuestros pecados, y que
así, con su pasión y su muerte, se constituyó en "sacrificio" de
"expiación", que aplacó la ira de Dios contra los pecadores. Hasta el
punto de que Pablo llega a decir que Dios "no perdonó ni a su propio Hijo,
sino que lo entregó por todos nosotros" (Rom 8, 32). (JM Castillo).
A nada más que realicemos un
reposado estudio de lo expuesto anteriormente, podemos concluir que, la fe que
resulta de todo esto, es una fe que:
1.- Consiste en aceptar
verdades que no podemos conocer porque no están a nuestro alcance.
2.- Consiste en
aceptar a un Dios que necesita el sufrimiento y la muerte de su propio Hijo,
para perdonar a los que le ofenden.
3.- Consiste, por tanto, en
creer lo que no podemos comprobar, ni demostrar, creer algo increíble, absurdo,
que parece, más una patología mental, que una virtud o excelencia que merezca
recompensa alguna.
Por todo esto, resulta
evidente que, para comprender la fe cristiana, tenemos que empezar por la fe de
Jesús y la fe en Jesús. Ya que de esta manera, es la única de que podamos
conocer al Dios de Jesús, y por lo tanto comprender a Dios.
Jesús llama también al
realismo. Estamos viviendo un cambio sociocultural sin precedentes. ¿Es posible
contagiar la fe en este mundo nuevo que está naciendo, sin conocerlo bien y sin
comprenderlo desde dentro? ¿Es posible facilitar el acceso al Evangelio
ignorando el pensamiento, los sentimientos y el lenguaje de los hombres y
mujeres de nuestro tiempo? ¿No es un error responder a los retos de hoy con
estrategias de ayer?
Transcurrido este año ¿Cuándo
nos vamos a sentar para aunar fuerzas, reflexionar juntos y buscar entre todos
el camino que hemos de seguir? ¿No necesitamos dedicar más tiempo, más escucha
del evangelio y más meditación para descubrir llamadas, despertar carismas y
cultivar un estilo renovado de seguimiento a Jesús?
Sería una temeridad en estos
momentos actuar de manera inconsciente y ciega. Nos expondríamos al fracaso, la
frustración y hasta el ridículo. Según la parábola, la "torre
inacabada" no hace sino provocar las burlas de la gente hacia su
constructor. No hemos de olvidar el lenguaje realista y humilde de Jesús que
invita a sus discípulos a ser "fermento" en medio del pueblo o puñado
de "sal" que pone sabor nuevo a la vida de las gentes.
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