El papa Francisco muestra
valentía civil. No solo al presentarse sin temor en las favelas de Río de
Janeiro. También al abordar un diálogo abierto con críticos no creyentes. Así,
recientemente ha escrito una carta abierta en la que responde a uno de los principales
intelectuales italianos, Eugenio Scalfari, fundador y durante muchos años
director de La Repubblica, el gran periódico romano de izquierda liberal.
Y su respuesta no es un sermón doctrinario papal, sino un amistoso intercambio
de argumentos entre interlocutores que se tratan al mismo nivel.
Recientemente, en su
periódico, Scalfari planteó al Papa 12 preguntas, la cuarta de las cuales me
parece muy relevante para saber a dónde se dirige una Iglesia que se abre a las
reformas. Jesús dijo: “Dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios”.
Sin embargo, la Iglesia católica ha sucumbido demasiadas veces a la tentación
del poder temporal y, frente a la secularidad, ha reprimido su propia dimensión
espiritual. La pregunta de Scalfari era esta: “¿Representa por fin el
papa Francisco la primacía de una Iglesia pobre y pastoral sobre una Iglesia
institucional y secularizada?”.
Atengámonos a los hechos:
—Desde el principio,
Francisco ha renunciado a la pompa papal y ha buscado el contacto espontáneo
con el pueblo.
—En sus palabras y gestos no
se ha presentado como señor espiritual de señores, sino como el “servidor de
los servidores de Dios” (Gregorio Magno).
—Frente a los escándalos
financieros y la codicia de los eclesiásticos, ha iniciado reformas decididas
del banco vaticano y el Estado papal y ha impulsado una política financiera
transparente.
—Ha subrayado la necesidad
de reformar la curia y el colegio eclesiástico mediante la convocatoria de una
comisión de ocho cardenales procedentes de diversos continentes.
Sin embargo, aún tiene por
delante la prueba decisiva de la reforma papal. Es comprensible, y alentador,
que para un obispo latinoamericano los pobres de los suburbios de las
grandes metrópolis estén en un primer plano. Pero un papa no puede perder de
vista la totalidad de la Iglesia, el hecho de que en otros países grupos
distintos de personas, que padecen otras formas de pobreza, también anhelen una
mejora. Y estamos hablando aquí sobre todo de seres humanos a los que el Papa
puede ayudar de forma incluso más directa que a los habitantes de las favelas,
sobre quienes tienen responsabilidad en primer término los órganos del Estado y
la sociedad en su conjunto.
Ya en los evangelios
sinópticos puede reconocerse una extensión del concepto de pobre. En
el evangelio de Lucas, por ejemplo, la bienaventuranza de los pobres se refiere
evidentemente a las personas realmente pobres, a quienes lo son en sentido
material. Sin embargo, en el evangelio de Mateo la bienaventuranza se extiende
a los “pobres de espíritu”, a los pobres en un sentido espiritual, a los que,
como mendicantes ante Dios, son conscientes de su pobreza espiritual. Por
tanto, se refiere, de acuerdo con el sentido del resto de las bienaventuranzas,
no solo a los pobres y a los hambrientos, sino también a los que lloran, a los
perdedores, a los marginados, a quienes se quedan atrás, a los expulsados,
explotados y desesperados. Es decir, tanto a quienes padecen miseria y están
perdidos, a quienes se encuentran en extrema necesidad (Lucas) como a los que
sufren angustia interior. Es decir, Jesús llama a sí a todos los afligidos y
abrumados, también a quienes han sido abrumados con la culpa.
De este modo se multiplica
por mucho el número de los pobres a quienes hay que ayudar. Una ayuda que puede
venir precisamente del Papa, que por razón de su ministerio está en mejores
condiciones de ayudar que otros. Esa ayuda suya, en tanto que representante de
la institución de la Iglesia y de la tradición eclesiástica, supone más que
meras palabras de consuelo y aliento: quiere decir hechos de piedad y amor. De
forma espontánea se me ocurren tres grandes grupos de personas que, dentro de
la Iglesia católica, son pobres.
En primer lugar, los
divorciados: en muchos países se cuentan por millones, y entre ellos son
numerosos los que, al volver a casarse, quedan excluidos para el resto de su
vida de los sacramentos de la Iglesia. La mayor movilidad, flexibilidad y
liberalidad de las sociedades actuales, así como la esperanza de vida plantean
a los miembros de la pareja exigencias más altas en una unión de por vida. Sin
duda, el Papa defenderá con énfasis, incluso en estas circunstancias más
difíciles, la indisolubilidad del matrimonio. Pero este mandamiento no se puede
entender como una condena apodíctica de aquellos que fracasan y a los que no
les cabe esperar perdón. También aquí se trata de un mandamiento teleológico,
que demanda fidelidad vitalicia, y como tal la viven muchas parejas, pero no
puede ser garantizada sin más. Esa piedad que pide el papa Francisco permitiría
que quienes se han vuelto a casar tras un divorcio puedan ser readmitidos a los
sacramentos cuando los desean de corazón.
En segundo lugar, las
mujeres, que debido a la posición eclesiástica respecto a los anticonceptivos,
la fecundación artificial y también el aborto son despreciadas por la Iglesia y
en no raras ocasiones padecen miseria de espíritu. También hay millones de
ellas en esta situación en todo el mundo. Solo una ínfima minoría de católicas
secunda la prohibición papal de los métodos anticonceptivos artificiales, y
muchas de ellas recurren en buena conciencia a la fecundación artificial.
Obviamente, el aborto no puede banalizarse ni implantarse como método de
control de natalidad. Pero las mujeres que se deciden a practicarlo por razones
serias, muchas veces con grandes conflictos de conciencia, merecen comprensión
y piedad.
En tercer lugar, los
sacerdotes apartados de su ministerio por razón de su matrimonio: su número, en
los distintos continentes, asciende a decenas de miles. Y muchos jóvenes aptos
renuncian al sacerdocio a causa de la ley del celibato. No cabe duda de que un
celibato libremente elegido por los sacerdotes seguirá teniendo su lugar en la
Iglesia católica. Pero una soltería prescrita por el derecho canónico
contradice la libertad que otorga el Nuevo Testamento, la tradición
eclesiástica ecuménica del primer milenio y los derechos humanos modernos. La
derogación del celibato obligatorio sería la medida más eficaz contra la
catastrófica carencia de sacerdotes perceptible en todas partes y el colapso de
la actividad pastoral que conlleva. Si se mantiene el celibato obligatorio,
tampoco puede pensarse en la deseable ordenación sacerdotal de las mujeres.
Todas estas reformas son
urgentes y deben ser tratadas en primer término en la comisión cardenalicia. El
papa Francisco se enfrenta aquí a decisiones difíciles. Hasta ahora ha
demostrado ya una gran sensibilidad y empatía por las necesidades de los seres
humanos y manifestado de diversas formas un notable coraje civil. Esas
cualidades le facultan para adoptar decisiones necesarias y que marcarán el
futuro respecto a estos problemas, en parte pendientes desde hace siglos.
En la extensa entrevista
publicada el 20 de septiembre en la revista jesuita La Civiltà Cattolica,
el papa Francisco reconoce la importancia de cuestiones como la anticoncepción,
la homosexualidad y el aborto. Pero se opone a que tales temas ocupen un lugar
demasiado central. Con razón exige un “nuevo equilibrio” entre estas cuestiones
morales y los impulsos esenciales del propio evangelio. Pero este equilibrio
solo podrá alcanzarse en la medida en que se realicen las reformas una y otra
vez aplazadas, para evitar que cuestiones morales que en el fondo son de
segundo nivel priven de “frescura y atractivo” al anuncio del evangelio. Esa
podría ser la gran prueba decisiva del papa Francisco.
Hans Küng, ciudadano suizo,
es profesor emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga. Es
presidente de honor de la fundación Weltethos (www.weltethos.org) y autor,
entre otros, del libro ¿Tiene salvación la Iglesia?(Trotta, 2013).
Traducción de Jesús Alborés
Rey
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