La elección del Papa
Francisco, ha sido acogida con alegría, incluso con euforia, por la inmensa
mayoría de los católicos y dentro de amplios sectores de la sociedad y del
mundo, bien a nivel personal o colectivo, se han sumado a este optimismo
desbordante que estamos compartiendo.
Así ha quedado reflejado en
su primer acto multitudinario de masa, la JMJ 2013. En estas jornadas, de cara
al mundo, el nuevo pontífice ha representado el rostro de una Iglesia
más sensible a los gozos y las sombras de los hombres contemporáneos. Ha mirado
hacia dentro, hacia el interior de la propia Iglesia, el talente de Francisco,
es percibido por un nutrido número de creyentes como el soplo de un nuevo aire
del Espíritu Santo. Sus gestos y su sencillo y cotidiano magisterio, han
renovados esperanzas en las posibilidades de edificar una Iglesia más
evangélica, más humana, más fraterna. Sin duda alguna, corren aires nuevos,
aires respirables, que oxigenan el alma y hacen crecer y ensanchar el corazón
en la fe, la esperanza y la caridad. Lógicamente existe el gran deseo de que
esos aires lleguen a todos los rincones de la Iglesia, que no queden
concentrados en Roma, en el organigrama y estructuras vaticanas, y lleguen
también a sentirse sus efectos en las Iglesias locales.
La renovación, parece ser que está ya en marcha, por lo menos en el pensamiento del que encabeza esta renovación. Se sabe que necesita tiempo, pero no nos engañemos tampoco podemos estar esperando mucho tiempo, sino queremos ver esa muerte anunciada de una Iglesia alejada del mundo. Nada cambia de un día para otro y menos en la vida de la Iglesia, caracterizada desde antiguo por una actitud de prudencia, e incluso de prevención conservadora, ante la novedad. Pero, si se necesitan hechos a partir de septiembre. A pesar de contar con el rechazo implícito de las minorías remisas y contrarias a lo que supone y propone el papa Francisco.
Y digo todo esto, porque tenemos que reconocer que las puertas y ventanas de muchas diócesis continúan cerradas a cal y canto y los pulmones de sus comunidades cristianas siguen teniendo que conformarse con el irrespirable y rancio aire que las conduce a una muerte lenta pero segura. Es de suponer que continuarán haciendo todo lo que esté en sus manos para ralentizar lo que algunos consideran que es imparable, justificando su posicionamiento y actuación desde la convicción de servir al bien de la Iglesia.
Son necesarios hechos ya.
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