Felices quienes recorren el
camino cuaresmal con una sonrisa en el rostro y sienten cómo brota de su
corazón un sentimiento de alegría incontenible.
Felices quienes durante el
tiempo de Cuaresma, y en su vida diaria, practican el ayuno del consumismo, de
los programas basura de la televisión, de las críticas, de la indiferencia.
Felices quienes intentan en
la cotidianidad ir suavizando su corazón de piedra, para dar paso a la
sensibilidad, la ternura, la com-pasión, la indignación teñida de propuestas.
Felices quienes creen que el
perdón, en todos los ámbitos, es uno de los ejes centrales en la puesta en
práctica del Evangelio de Jesús, para conseguir un mundo reconciliado.
Felices quienes se aíslan de
tanto ruido e información vertiginosa, y hacen un espacio en el desierto de su
corazón para que el silencio se transforme en soledad sonora.
Felices quienes recuerdan la
promesa de su buen Padre y Madre Dios, quienes renuevan a cada momento su
alianza de cercanía y presencia alentadora hacia todo el género humano.
Felices quienes cierran la
puerta a los agoreros, a la tristeza y al desencanto, y abren todas las
ventanas de su casa al sol de la ilusión, del encanto, de la belleza, de la
solidaridad.
Felices quienes emplean sus
manos, su mente, sus pies en el servicio gozoso de los demás, quienes más allá
de todas las crisis, mantienen, ofrecen y practican la esperanza de la
resurrección a todos los desvalidos, marginados y oprimidos del mundo. Entonces
sí que habrá brotado la flor de la Pascua al final de un gozoso sendero
cuaresmal.
Miguel Ángel Mesa
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