Un prólogo histórico para el
viaje del Papa al México que encarna todos los males y las esperanzas de
Latinoamérica. En el aeropuerto de La Habana (en zona franca), dos viajeros,
dos peregrinos de Dios se van a saludar: Francisco y Kiril, el Papa de Roma y
el Patriarca de Moscú. Con un saludo interrumpido desde la noche de los
tiempos. Desde aquel año fatídico de 1054, en el que las dos almas del
cristianismo se arrojaron anatemas a la cabeza y los dos hermanos llegaron a
excomulgarse, a odiarse y a derramar sangre inocente en nombre de Dios, del
mismo Dios.
Desde entonces, los dos
pulmones cristianos de Europa (Oriente y Occidente) laten por separado. Con
algunos intentos de acercamiento. Las excomuniones mutuas se levantaron después
del Concilio y Pablo VI se abrazó por primera vez con el Patriarca Atenágoras
el 5 de enero de 1964 en Jerusalén. Juan Pablo II y Benedicto XVI, también
abrazaron a Bartolomé, el Patriarca de Constantinopla, la segunda Roma. Pero
nunca un Papa había conseguido saludar al Patriarca de Moscú, la tercera Roma,
y líder máximo de 150 millones de ortodoxos.
El milagro (uno más) lo ha
conseguido el Papa Francisco. Un milagro o un sueño cumplido, que va a
significar un cambio de relato en el ámbito eclesiástico y civil: del
enfrentamiento al entendimiento a través del diálogo. En el plano civil, con el
encuentro entre el Papa y el Patriarca en La Habana (y la previa reanudación de
las relaciones diplomáticas de Cuba y EEUU), termina formalmente la guerra
fría. En el eclesiástico, cae el muro de Moscú y se da el primer paso para la
próxima visita del Papa a Rusia y del Patriarca Kiril, al Vaticano.
El abrazo de La Habana se
hace posible gracias a la personalidad de dos grandes hombres de Iglesia. Kiril
fue, durante muchos años, presidente del Departamento de Relaciones Exteriores
del anciano Patriarca Alexis y, como tal, mantuvo frecuentes relaciones con los
líderes católicos. Más aún, su gran maestro fue el metropolita Nicodemo de
Leningrado, el único observador ortodoxo ruso en el Concilio Vaticano II, cuyo
máximo sueño era el acercamiento de las dos Iglesias. Y, de hecho, en busca de
ese sueño lo sorprendió la muerte en Roma, en brazos de Juan Pablo I, el Papa
meteorito, que sólo estuvo 33 días en el solio pontificio.
Kiril, el discípulo de
Nicodemo, convertido ahora en el Patriarca de Moscú y de todas las Rusias
puede, por fin, realizar el sueño de su "maestro espiritual". Con sus
seminarios llenos y una Iglesia ortodoxa rusa renovada, puede romper su
aislamiento secular y lanzarse, de nuevo, a la 'conquista' espiritual del
mundo. Sin miedo a la competencia católica. De la mano del Papa de Roma.
Francisco, por su parte, se
consagra cada vez más como el gran líder global de un catolicismo que no se
impone por la fuerza y el poder, sino por la seducción, la misericordia y la
humildad. "Voy a donde tú quieras, cuando tú quieras y como tú
quieras", le dijo recientemente al Patriarca. Y lo que dijo lo cumple. Sin
poner condiciones, para abrazar a su hermano.
Es el ecumenismo de los
hechos, del paso a paso, de la tenacidad y de la valentía. El ecumenismo de un
Papa al que no le duelen prendas por rebajarse y aceptar los deseos del
Patriarca. Francisco demuestra que, por acercarse a la unidad de los
cristianos, el ansiado sueño de Cristo, está dispuesto a todo.
Un ecumenismo de hechos,
urgido y avalado por el ecumenismo de la sangre. Porque los cristianos
(católicos, ortodoxos y protestantes, sin distinción de siglas o
denominaciones) están siendo masacrados en Oriente Medio y en África por el
terrorismo yihadista. Lo acaba de ratificar nada menos que el Parlamento
europeo, que califica de genocidio estas matanzas de cristianos.
Francisco y Kiril hablarán
de esto y de la paz y de la ecología y de la lucha contra la pobreza y de que
el Cuerpo de Cristo funcionaría mejor con sus dos pulmones. Pero, sobre todo,
se mirarán a los ojos, se verán hermanos y seguidores del Nazareno que, antes
de morir, expresó su último y gran deseo: "Padre, que todos sean
uno...para que el mundo crea" (Jn, 17, 21-22). Y se fundirán en un abrazo
lleno de lágrimas y de esperanzas por el reencuentro. Florece la primavera
ecuménica.
José María Vidañ. Religión digital
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