viernes, 12 de febrero de 2016

UN ABRAZO QUE CAMBIA LA HISTORIA

Un prólogo histórico para el viaje del Papa al México que encarna todos los males y las esperanzas de Latinoamérica. En el aeropuerto de La Habana (en zona franca), dos viajeros, dos peregrinos de Dios se van a saludar: Francisco y Kiril, el Papa de Roma y el Patriarca de Moscú. Con un saludo interrumpido desde la noche de los tiempos. Desde aquel año fatídico de 1054, en el que las dos almas del cristianismo se arrojaron anatemas a la cabeza y los dos hermanos llegaron a excomulgarse, a odiarse y a derramar sangre inocente en nombre de Dios, del mismo Dios.

Desde entonces, los dos pulmones cristianos de Europa (Oriente y Occidente) laten por separado. Con algunos intentos de acercamiento. Las excomuniones mutuas se levantaron después del Concilio y Pablo VI se abrazó por primera vez con el Patriarca Atenágoras el 5 de enero de 1964 en Jerusalén. Juan Pablo II y Benedicto XVI, también abrazaron a Bartolomé, el Patriarca de Constantinopla, la segunda Roma. Pero nunca un Papa había conseguido saludar al Patriarca de Moscú, la tercera Roma, y líder máximo de 150 millones de ortodoxos.

El milagro (uno más) lo ha conseguido el Papa Francisco. Un milagro o un sueño cumplido, que va a significar un cambio de relato en el ámbito eclesiástico y civil: del enfrentamiento al entendimiento a través del diálogo. En el plano civil, con el encuentro entre el Papa y el Patriarca en La Habana (y la previa reanudación de las relaciones diplomáticas de Cuba y EEUU), termina formalmente la guerra fría. En el eclesiástico, cae el muro de Moscú y se da el primer paso para la próxima visita del Papa a Rusia y del Patriarca Kiril, al Vaticano.

El abrazo de La Habana se hace posible gracias a la personalidad de dos grandes hombres de Iglesia. Kiril fue, durante muchos años, presidente del Departamento de Relaciones Exteriores del anciano Patriarca Alexis y, como tal, mantuvo frecuentes relaciones con los líderes católicos. Más aún, su gran maestro fue el metropolita Nicodemo de Leningrado, el único observador ortodoxo ruso en el Concilio Vaticano II, cuyo máximo sueño era el acercamiento de las dos Iglesias. Y, de hecho, en busca de ese sueño lo sorprendió la muerte en Roma, en brazos de Juan Pablo I, el Papa meteorito, que sólo estuvo 33 días en el solio pontificio.



Kiril, el discípulo de Nicodemo, convertido ahora en el Patriarca de Moscú y de todas las Rusias puede, por fin, realizar el sueño de su "maestro espiritual". Con sus seminarios llenos y una Iglesia ortodoxa rusa renovada, puede romper su aislamiento secular y lanzarse, de nuevo, a la 'conquista' espiritual del mundo. Sin miedo a la competencia católica. De la mano del Papa de Roma.

Francisco, por su parte, se consagra cada vez más como el gran líder global de un catolicismo que no se impone por la fuerza y el poder, sino por la seducción, la misericordia y la humildad. "Voy a donde tú quieras, cuando tú quieras y como tú quieras", le dijo recientemente al Patriarca. Y lo que dijo lo cumple. Sin poner condiciones, para abrazar a su hermano.

Es el ecumenismo de los hechos, del paso a paso, de la tenacidad y de la valentía. El ecumenismo de un Papa al que no le duelen prendas por rebajarse y aceptar los deseos del Patriarca. Francisco demuestra que, por acercarse a la unidad de los cristianos, el ansiado sueño de Cristo, está dispuesto a todo.

Un ecumenismo de hechos, urgido y avalado por el ecumenismo de la sangre. Porque los cristianos (católicos, ortodoxos y protestantes, sin distinción de siglas o denominaciones) están siendo masacrados en Oriente Medio y en África por el terrorismo yihadista. Lo acaba de ratificar nada menos que el Parlamento europeo, que califica de genocidio estas matanzas de cristianos.


Francisco y Kiril hablarán de esto y de la paz y de la ecología y de la lucha contra la pobreza y de que el Cuerpo de Cristo funcionaría mejor con sus dos pulmones. Pero, sobre todo, se mirarán a los ojos, se verán hermanos y seguidores del Nazareno que, antes de morir, expresó su último y gran deseo: "Padre, que todos sean uno...para que el mundo crea" (Jn, 17, 21-22). Y se fundirán en un abrazo lleno de lágrimas y de esperanzas por el reencuentro. Florece la primavera ecuménica.

José María Vidañ. Religión digital

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