Como es ya tradicional últimamente
en los viajes papales, bien ante de su llegada a destino o en su regreso; el
papa concede una entrevista a los periodistas que le acompañan en el viaje. Pues
bien, este lunes cuando el papa Francisco, regresaba a Roma, después de su
visita a Jerusalén, ha dado una de esas pinceladas revolucionarias de las que
nos tiene acostumbrados. En el regreso de dicho viaje, ha dicho a los
periodistas que “el celibato de los sacerdotes no es obligatorio... la puerta
está abierta”. Lógicamente, estas palabras del Papa, abren una vez más la
reflexión de ciertas cuestiones dentro del seno de la Iglesia. Cuestiones, que
como es normal nos lleva muchas veces al enfrentamiento, la discordia en lugar
de la reflexión, comprensión y estudio de las cosas.
Jesucristo nunca dijo que
sus discípulos tenían que ser célibes. De hecho, Pedro, el
"jefe" de los apóstoles estaba casado. En los primeros siglos de la
Iglesia, los sacerdotes e, incluso, los obispos eran casados o solteros,
indistintamente. El propio San Pablo sólo les pide a los obispos que "sean
hombres de una sola mujer".
Durante los primeros siglos
de la Iglesia el celibato no es, pues, obligatorio para los clérigos.
A lo largo de más de un milenio hubo sacerdotes casados y célibes. En el
siglo IV se exigió a los sacerdotes que se abstuviesen sexualmente la noche
antes de celebrar la eucaristía. Cuando la Iglesia introdujo la misa diaria, el
precepto de abstinencia se convirtió en obligación de continencia continua. La
justificación fue la "pureza ritual": cualquier actividad o
experiencia de placer sexual es incompatible con el contacto con el pan
eucarístico.
Al no conseguir la
imposición de la continencia sexual y ante el consiguiente fracaso de todas las
sanciones al respecto, el segundo Concilio de Letrán, en el año 1139, promulgó
la ley del celibato. "La ordenación sacerdotal se convierte en impedimento
matrimonial", reza el canon VII de dicho concilio. La razón principal para
promulgar esa norma fue de índole económica: los curas casados repartían
la herencia entre sus hijos, empobreciendo así el patrimonio de sus diócesis y
de la Iglesia.
A pesar de la promulgación de
la ley del celibato, en el año 1500 la mayoría de los curas seguían manteniendo
"relaciones parecidas al matrimonio". Hay que esperar al Concilio de
Trento (mediados del siglo XVI) para que la disciplina eclesiástica del
celibato se imponga, con excepciones. Por ejemplo, Pío IV pensó en dispensar
del celibato a los sacerdotes alemanes a ruegos del emperador. Con altibajos,
desde entonces el celibato se impuso en la Iglesia católica de rito latino.
Porque, en la Iglesia católica de rito oriental rige el celibato opcional,
así como en todas las demás confesiones cristianas: protestantismo,
anglicanismo e Iglesia ortodoxa.
Se trata, pues, de una norma
disciplinar impuesta en un momento determinado por la Iglesia. Como tal, no
afecta al núcleo de la fe y, por lo tanto, puede ser derogada en cualquier
momento por el Papa. De hecho, en todas las demás Iglesias cristianas, el
celibato, cuando existe, es opcional. Es decir, los sacerdotes ortodoxos,
anglicanos y protestantes pueden casarse o permanecer célibes. En cambio, en la
Iglesia católica, el celibato es obligatorio, es decir, una condición sine
qua non para poder ser cura.
Ahora bien, la siguiente
cuestión es el motivo por lo que surge esta disyuntiva del celibato sacerdotal.
Y es que la cuestión, surge ante el tema de las escasas vocaciones al
ministerio sacerdotal; y es más, yo diría que surge pensando que la anulación
del celibato, es posiblemente una de las soluciones a ese tema. Se piensa que, muchos
jóvenes aptos al sacerdocio renuncian a él, a causa de la ley del celibato. No
cabe duda de que un celibato libremente elegido por los sacerdotes seguirá
teniendo su lugar en la Iglesia católica. Pero una soltería prescrita por el
derecho canónico contradice la libertad que otorga el Nuevo Testamento, la
tradición eclesiástica ecuménica del primer milenio y los derechos humanos
modernos. La derogación del celibato obligatorio sería la medida más eficaz
contra la catastrófica carencia de sacerdotes perceptible en todas partes y el
colapso de la actividad pastoral que conlleva. Si se mantiene el celibato
obligatorio, tampoco puede pensarse en la deseable ordenación sacerdotal de las
mujeres.
Pero el tema no creo yo que
este aquí, sino posiblemente en el concepto de vocación sacerdotal. En la actualidad,
la vocación se entiende como la llamada de Dios, para atender a una comunidad
de cristianos. Mientras que, durante los primeros mil años de la vida de
la Iglesia, la vocación se entendía como la llamada de la comunidad, que elegía
de entre sus miembros al que consideraba más idóneo para educar en la fe a un
grupo de cristianos. Esta manera de entender la vocación estaba tan clara entre los
cristianos, que la condición indispensable, para que el obispo admitiera a un
candidato a la ordenación para ejercer el ministerio, era no que el sujeto
se ofreciera diciendo que Dios le llamaba, sino que se resistiera a ser ordenado,
porque se consideraba indigno y sin cualidades para un servicio tan exigente.
En definitiva, en la Iglesia
faltan curas porque las autoridades de la Iglesia han puesto unas condiciones
que no permiten otra cosa. Tenemos lo que la Iglesia jerarquía ha optado que
tengamos. En la Iglesia no tienen por qué faltar sacerdotes o personas que
presidan nuestros sacramentos y actos religiosos.
Por eso, esta reflexión nos
debe de ayudar a ver todas las vocaciones ministeriales
existentes, y a las que van surgiendo en nuestras Iglesias, como el
diaconado permanente, delegados de liturgias, (que Roma a denominado a este
tipo de oficio «celebración en domingo en ausencia o en espera de presbítero»).
Sin olvidar que estas mismas órdenes ministeriales, deben estar abiertas a las
mujeres. No debemos de olvidar que nuestros ministerios, cambiaron en unas
circunstancias sociales, pues los apóstoles estaban casados, y los papas
también tuvieron casados.
Debemos aprovechar esta reflexión
también, para dejarnos iluminar por el Espíritu Santo, y abrir nuestra
mente y nuestro corazón a él y, hacer una lectura más profética de nuestro
horizonte y preguntarnos:
- ¿Qué caminos está tratando
de abrir hoy Dios para encontrarse con sus hijos e hijas en esta sociedad?
- ¿Qué llamadas está
haciendo Dios a la Iglesia de hoy para transformar nuestra manera tradicional
de pensar, vivir, celebrar y comunicar la fe, de modo que propiciemos su acción
en la sociedad moderna?
Por eso, nuestra tarea
no es ser fieles a una figura de Iglesia y un estilo de cristianismo
desarrollados en otros tiempos y para otra cultura. Lo que nos ha de preocupar
es hacer posible hoy el nacimiento humilde de una Iglesia, capaz de actualizar
en la sociedad moderna el espíritu y el proyecto de Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario