El papa Francisco enumeró
hoy en un discurso las que consideró las 15 "enfermedades" que
acechan a la Iglesia y a la Curia romana, como el "alzheimer espiritual",
"el sentirse inmortal" "la mundanidad y el exhibicionismo"
o "la vanagloria".
El papa aprovechó el
tradicional encuentro en la sala Clementina para felicitar la Navidad a los
miembros de la Curia romana, que gestionan el Gobierno de la Iglesia, para
advertirles del catálogo de los males que deben evitar.
Francisco comenzó diciendo que
"sería bonito pensar que la Curia romana es un pequeño modelo de Iglesia"
y agregó que "un miembro de la Curia que no se alimenta cotidianamente con
el alimento (de Dios) se convierte en un burócrata".
Y después ante los
cardenales presidentes de los varios dicasterios que conforman la Curia fue
enumerando una a una las 15 enfermedades y comenzó por la de
"sentirse inmortal o indispensable".
"Una Curia que no hace
autocrítica y no se actualiza y no intenta mejorar es un cuerpo enfermo",
e invitó a los presentes a visitar los cementerios para ver los nombres de
tantas personas "que se creían inmortales, inmunes e indispensables".
Para Francisco, "esto
deriva de la patología del poder, del complejo de sentirse un elegido y
del narcisismo".
Otras enfermedades de este
catálogo de males de la Curia es el "excesivo trabajo"; el "endurecimiento
mental y espiritual", que "impide llorar con los que lloran y
alegrarse con los que se alegran"; "la excesiva planificación" y
"la enfermedad de la mala colaboración".
También destacó el "alzheimer
espiritual", que se observa en "quien ha perdido la memoria de
su encuentro con el Señor y depende sólo de sus propias pasiones, caprichos y
manías y construye a su alrededor muros y costumbres".
Otro de los males que
enumeró el papa fue el de la "rivalidad y la vanagloria", que
surge "cuando la apariencia y el color de los vestidos y las insignias de
honor se convierten en el objetivo primario de la vida".
"La enfermedad de la
esquizofrenia existencial", está presente en los que viven "una doble
vida fruto de la hipocresía típica del mediocre" y afecta a aquellos que
"han abandonado el servicio pastoral sólo para hacer los asuntos
burocrático", agrego.
"Las habladurías y los
cotilleos", son otra de las enfermedades citadas por el papa, así como la
de "divinizar a los jefes", al ser "víctimas del carrerismo y
del oportunismo" pensando sólo a lo que se debe obtener y no a lo que se
debe ofrecer".
Además citó "la
enfermedad de la indiferencia hacia los demás"; la de la "cara
fúnebre", pues el religioso "debe ser una persona amable, serena y
entusiasta y alegre que transmite alegría", dijo "Qué bien hace una
buena dosis de humorismo", agregó el papa Bergoglio.
La enfermedad de "acumular
bienes materiales", la de pertenecer "a círculos cerrados y la de la
"mundanidad y el exhibicionismo", concluyeron la lista.
El papa Francisco también quiso
recordar que un día leyó que "los sacerdotes son como los aviones que son
noticia cuando sólo cuando se caen".
Entonces subrayó que, sin
embargo, "hay muchos que vuelan", pero que "muchos critican,
pero pocos rezan por ellos".
Y concluyó advirtiendo:
"Cuánto mal puede causar un solo sacerdote que cae a todo el cuerpo de la
Iglesia".
Discurso
del Papa
"Tú
estás sobre los querubines, tu que has cambiado la miserable condición del
mundo cuando te has hecho como nosotros" (San Atanasio).
Queridos
hermanos, Al término del Adviento nos encontramos para los tradicionales
saludos. En pocos días tendremos la alegría de celebrar la Navidad del Señor;
el evento de Dios que se hace hombre para salvar a los hombres; la
manifestación del amor de Dios que no se limita a darnos alguna cosa o a
enviarnos algún mensaje o ciertos mensajeros, sino que se nos da a sí mismo; el
misterio de Dios que lleva sobre sí mismo nuestra condición humana y nuestros
pecados para revelarnos su Vida divina, su gracia inmensa y su perdón gratuito.
Es la cita con Dios que nace en la pobreza de la gruta de Belén para enseñarnos
el poder de la humildad. De hecho, la Navidad es también la fiesta de la luz
que no viene acogida de la gente ‘elegida' sino de la gente pobre y simple que
esperaba la salvación del Señor.
Ante
todo, quisiera desear a todos ustedes -colaboradores, hermanos y mujeres,
representantes pontificios esparcidos por el mundo- y a todos sus queridos, una
santa Navidad y un feliz Año Nuevo. Deseo agradecerles cordialmente por su
compromiso cotidiano al servicio de la Santa Sede, de la Iglesia Católica, de
las Iglesias particulares y del Sucesor de Pedro.
Puesto
que somos personas y no números o denominaciones, recuerdo de manera especial
aquellos que, durante este año, han terminado su servicio por razones de edad o
por haber asumido otros roles, o porque han sido llamados a la Casa del Padre.
También a todos ellos y sus familias van mis pensamientos y gratitud.
Deseo
elevar con ustedes al Señor un profundo y sincero agradecimiento por el año que
termina, por los acontecimientos vividos y por todo el bien que Él ha querido
realizar generosamente a través del servicio de la Santa Sede, pidiéndole
humildemente perdón por las faltas cometidas "en pensamientos, palabras,
obras y omisiones".
Y
partiendo de este pedido de perdón, desearía que nuestro encuentro y las
reflexiones que voy a compartir con ustedes se conviertan, para todos nosotros,
en un apoyo y un estímulo para un verdadero examen de conciencia para preparar
nuestro corazón para la Navidad.
Pensando
en este encuentro he recordado la imagen de la Iglesia como Cuerpo Místico de
Jesucristo. Es una expresión que, como explicó el Papa Pío XII, "fluye y
casi brota de lo que exponen con frecuencia las Sagradas Escrituras y los
Santos Padres." En este sentido, San Pablo escribió: "Porque así como
el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros, siendo muchos,
son un solo cuerpo, así también Cristo" (1 Cor 12,12).
En
este sentido, el Concilio Vaticano II nos recuerda que "en la estructura
del cuerpo místico de Cristo existe una diversidad de miembros y oficios. Uno
es el Espíritu, que para la utilidad de la Iglesia distribuye sus diversos
dones con generosidad proporcionada a su riqueza y a las necesidades de los
ministerios (1 Cor 12,1-11)." Por lo tanto, "Cristo y la Iglesia
forman el "Cristo total" - Christus Totus -. La Iglesia es una con
Cristo."
Es
hermoso pensar en la Curia Romana como un pequeño modelo de la Iglesia, es
decir, como un "cuerpo" que intenta seriamente y cotidianamente ser
más vivo, más sano, más armonioso y más unido en sí mismo y con Cristo.
En
realidad, la Curia Romana es un cuerpo complejo, compuesto de muchos
Dicasterios, Consejos, Oficinas, Tribunales, Comisiones y numerosos elementos
que no tienen todos la misma tarea, pero que se coordinan para poder funcionar
en modo eficaz, edificante, disciplinado y ejemplar, a pesar de las diferencias
culturales, lingüísticas y nacionales de sus miembros.
De
todos modos, siendo la Curia un cuerpo dinámico, no puede vivir sin alimentarse
y cuidarse. De hecho, la Curia - como la Iglesia - no puede vivir sin tener una
relación vital, personal, auténtica y equilibrada con Cristo. Un miembro de la
Curia que no se alimenta todos los días con aquel Alimento se convertirá en un
burócrata (un formalista, un funcionalista, un simple empleado): una rama que
se seca y muere lentamente y se tira lejos. La oración diaria, la participación
regular en los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la reconciliación, el
contacto diario con la Palabra de Dios y la espiritualidad traducida en caridad
vivida son el alimento vital para cada uno de nosotros. Que sea claro a todos
nosotros que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 8).
Como
resultado, la relación viva con Dios nutre y refuerza también la comunión con
los demás, o sea, cuanto más estrechamente adherimos a Dios, más estamos unidos
entre nosotros, porque el Espíritu de Dios nos une y el espíritu maligno
divide.
La
Curia está llamada a mejorar, siempre mejorar y crecer en comunión, santidad y
sabiduría para realizar plenamente su misión. Sin embargo, como cada cuerpo,
como todo cuerpo humano, está expuesto a la enfermedad, al mal funcionamiento.
Y aquí me gustaría mencionar algunas de estas enfermedades probables,
enfermedades de la curia. Las enfermedades más frecuentes en nuestra vida de la
Curia son las enfermedades y tentaciones que debilitan nuestro servicio al
Señor. Creo que nos va a ayudar el "catálogo" de las enfermedades -
como los Padres del Desierto, que hacían catálogos - de las que hablamos hoy:
nos ayudará a prepararnos para el Sacramento de la Reconciliación, que será un
bello paso para todos nosotros para prepararnos para la Navidad.
1.
La enfermedad de sentirse "inmortal", "inmune" o incluso
"indispensable" descuidando los necesarios y habituales controles.
Una Curia que no se autocrítica, que no se actualiza, que no trata de mejorarse
es un cuerpo enfermo. Una ordinaria visita a los cementerios podría ayudarnos a
ver los nombres de tantas personas, de las que cuales algunas tal vez creíamos
que eran inmortales, inmunes e indispensables. Es la enfermedad del rico
insensato del Evangelio que pensaba vivir eternamente (cfr. Lc 12, 13-21) y
también de aquellos que se transforman en patrones y se sienten superiores a
todos y no al servicio de todos. Esta deriva frecuentemente de la patología del
poder, del ‘complejo de los Elegidos', del narcisismo que mira apasionadamente
la propia imagen y no ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los otros,
especialmente de los más débiles y necesitados. El antídoto a esta epidemia es
la gracia de sentirnos pecadores y de decir con todo el corazón: ‘Somos siervos
inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer' (Lc 17,10).
2.
Otra: es la enfermedad del ‘martalismo' (que viene de Marta), de la excesiva
laboriosidad: es decir de aquellos que se sumergen en el trabajo descuidando,
inevitablemente, ‘la parte mejor': sentarse al pie de Jesús (cfr Lc 10, 38-42).
Por esto Jesús ha llamado a sus discípulos a ‘descansar un poco', (cfr Mc 6,31)
porque descuidar el necesario reposo lleva al estrés y a la agitación. El
tiempo de reposo, para quien ha terminado la propia misión, es necesario,
debido y va vivido seriamente: en el transcurrir un poco de tiempo con los familiares
y en el respetar las vacaciones como momentos de recarga espiritual y física;
es necesario aprender lo que enseña Eclesiastés que "hay un tiempo para
cada cosa" (3,1-15).
3.
También está la enfermedad de la ‘fosilización' mental y espiritual. Es decir,
aquellos que poseen un corazón de piedra y ‘tortícolis' (At 7,51-60); de
aquellos que, en el camino, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la
audacia y se esconden bajo los papeles convirtiéndose en ‘máquinas de
prácticas' y no ‘hombres de Dios' (cfr. Eb 3,12). Es peligroso perder la
sensibilidad humana necesaria para llorar con quienes lloran y alegrarse con
aquellos que se alegran. Es la enfermedad de quienes pierden ‘los sentimientos
de Jesús' (cfr Fil 2,5-11) porque su corazón, con el pasar del tiempo, se
endurece y se convierte en incapaz de amar incondicionadamente al Padre y al
prójimo (cfr Mt 22, 34-40). Ser cristiano, de hecho, significa ‘tener los
mismos sentimientos que fueron de Jesucristo' (Fil 2,5), sentimientos de
humildad y de donación, de desapego y de generosidad.
4.
La enfermedad de la excesiva planificación y del funcionalismo. Cuando el
apóstol planifica todo minuciosamente y cree que si hace una perfecta
planificación las cosas efectivamente progresan, convirtiéndose de esta manera
en un contador. Preparar todo bien es necesario, pero sin caer nunca en la
tentación de querer encerrar o pilotear la libertad del Espíritu Santo que es
siempre más grande, más generosa que cualquier planificación humana (cfr. Jn
3,8). Si cae en esta enfermedad es porque ‘siempre es más fácil y cómodo
permanecer en las propias posturas estáticas e inmutables. En realidad, la
Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo en la medida en que no tiene la
pretensión de regularlo y de domesticarlo... -domesticar al Espíritu Santo- Él
es frescura, fantasía, novedad.
5.
La enfermedad de la mala coordinación. Cuando los miembros pierden la comunión
entre ellos y el cuerpo pierde su armonioso funcionamiento y su templanza, se
convierten en una orquesta que produce ruido porque sus miembros no colaboran y
no viven el espíritu de comunión y de equipo. Cuando el pie dice al brazo: ‘no
te necesito' o la mano dice a la cabeza ‘mando yo', causa malestar y escándalo.
6.
La enfermedad del ‘Alzheimer espiritual', es decir el olvido de la ‘historia de
la salvación', de la historia personal con el Señor, del ‘primer amor' (Ap
2,4). Se trata de una disminución progresiva de las facultades espirituales que
en un más o menos largo período de tiempo causa serias discapacidades a la
persona haciéndola incapaz de desarrollar alguna actividad autónoma, viviendo
en un estado de absoluta dependencia de sus concepciones, a menudo imaginarias.
Lo vemos en aquellos que han perdido la memoria de su encuentro con el Señor;
en quienes no tienen sentido deuteronómico de la vida; en aquellos que dependen
completamente de su presente, de las propias pasiones, caprichos y manías, en
quienes construyen a su alrededor muros y hábitos se convierten, cada vez más,
en esclavos de los ídolos que han esculpido con sus propias manos.
7.
La enfermedad de la rivalidad y de la vanagloria. Cuando la apariencia, los
colores de la ropa o las medallas honoríficas se convierten en el primer
objetivo de la vida, olvidando las palabras de San Pablo: ‘No hagan nada por
rivalidad o vanagloria, sino que cada uno de ustedes, con humildad, considere a
los otros superiores a sí mismo. Cada uno no busque el propio interés, sino
también el de los otros (Fil 2,1-4). Es la enfermedad que nos lleva a ser
hombres y mujeres falsos y a vivir un falso ‘misticismo' y un falso
‘quietismo'. El mismo San Pablo los define ‘enemigos de la Cruz de Cristo'
porque se jactan de aquello que tendrían que avergonzarse y no piensan más que
a las cosas de la tierra (Fil 3,19).
8.
La enfermedad de la esquizofrenia existencial. Es la de quienes viven una doble
vida, fruto de la hipocresía típica del mediocre y del progresivo vacío
espiritual que licenciaturas o títulos académicos no pueden llenar. Una
enfermedad que sorprende frecuentemente a los que abandonan el servicio
pastoral, se limitan a las cosas burocráticas, perdiendo de esta manera el
contacto con la realidad, con las personas concretas. Crean así un mundo
paralelo, en donde ponen de parte todo lo que enseñan severamente a los demás e
inician a vivir una vida oculta y a menudo disoluta. La conversión es muy
urgente e indispensable para esta gravísima enfermedad (cfr Lc 15, 11-32).
9.
La enfermedad de los chismes, de las murmuraciones y de las habladurías. De
esta enfermedad ya he hablado en muchas ocasiones, pero nunca lo suficiente. Es
una enfermedad grave, que inicia simplemente, quizá solo por hacer dos chismes
y se adueña de la persona haciendo que se vuelva ‘sembradora de cizaña' (como
Satanás), y, en muchos casos casi ‘homicida a sangre fría' de la fama de los
propios colegas y hermanos. Es la enfermedad de las personas cobardes que, al
no tener la valentía de hablar directamente, hablan a las espaldas de la gente.
San Pablo nos advierte: hacer todo sin murmurar y sin vacilar, para ser
irreprensibles y puros (Fil 2,14.18). Hermanos, ¡cuidémonos del terrorismo de
los chismes!
10.
La enfermedad de divinizar a los jefes: es la enfermedad de los que cortejan a
los superiores, esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del carrerismo
y del oportunismo, honran a las personas y no a Dios (cfr Mt 23-8.12). Son
personas que viven el servicio pensando únicamente en lo que deben obtener y no
en lo que deben dar. Personas mezquinas, infelices e inspiradas solamente por
el propio egoísmo (cfr Gal 5,16-25). Esta enfermedad podría golpear también a
los superiores cuando cortejan a algunos de sus colaboradores para obtener su
sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es una
verdadera complicidad.
11.
La enfermedad de la indiferencia hacia los demás. Cuando cada uno sólo piensa
en sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando
el más experto no pone su conocimiento al servicio de los colegas menos
expertos. Cuando se sabe algo se posee para sí mismo en lugar de compartirlo
positivamente con los otros. Cuando, por celos o por astucia, se siente alegría
viendo al otro caer en lugar de levantarlo y animarlo.
12.
La enfermedad de la cara de funeral. Es decir, la de las personas bruscas y
groseras, quienes consideran que para ser serios es necesario pintar el rostro
de melancolía, de severidad y tratar a los demás -sobre todo a los que
consideran inferiores- con rigidez, dureza y arrogancia. En realidad, la
severidad teatral y el pesimismo estéril son a menudo síntomas de miedo y de
inseguridad de sí. El apóstol debe esforzarse para ser una persona cortés,
serena, entusiasta y alegre que transmite felicidad en donde se encuentra. Un
corazón lleno de Dios es un corazón feliz que irradia y contagia con la alegría
a todos los que están alrededor de él: se ve inmediatamente. No perdamos, por
lo tanto, el espíritu alegre, lleno de humor e incluso auto-irónicos, que nos
convierte en personas amables, también en las situaciones difíciles. Qué bien
nos hace una buena dosis de un sano humorismo. Nos hará muy bien rezar
frecuentemente la oración de Santo Tomás Moro: yo la rezo todos los días, me
hace bien.
13.
La enfermedad de la acumulación: cuando el apóstol trata de llenar un vacío
existencial en su corazón acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino
solo para sentirse al seguro. En realidad, no podremos llevar nada material con
nosotros porque ‘el sudario no tiene bolsillos' y todos nuestros tesoros
terrenos -también si son regalos- no podrán llenar nunca aquel vacío, y lo
harán más exigente y más profundo. A estas personas el Señor repite ‘tú dices
soy rico, me he enriquecido, no tengo necesidad de nada. Pero no sabes que eres
un infeliz, un miserable, un pobre, un ciego y desnudo... Sé pues celoso y
conviértete' (Ap 3,17-19). La acumulación pesa solamente y ralentiza el camino
inexorable. Pienso en una anécdota: un tiempo, los jesuitas españoles
describían a la Compañía de Jesús como la ‘caballería ligera de la Iglesia'.
Recuerdo la mudanza de un joven jesuita, mientras cargaba el camión de sus
posesiones: maletas, libros, objetos y regalos, y escuchó, con una sabia
sonrisa, de un anciano jesuita que lo estaba observando: ¿Esta sería la
caballería ligera de la Iglesia? Nuestras ‘mudanzas' son signos de esta
enfermedad.
14.
La enfermedad de los círculos cerrados en donde la pertenencia al grupito se
vuelve más fuerte de la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a
Cristo mismo. También esta enfermedad comienza siempre de buenas intenciones,
pero, con el paso del tiempo, esclaviza a los miembros convirtiéndose en un
‘cáncer' que amenaza la armonía del Cuerpo y causa tanto mal -escándalos-
especialmente a nuestros hermanos más pequeños. La autodestrucción o el ‘fuego
amigo' de las comilonas es el peligro más sutil. Es el mal que golpea desde
dentro, y como dice Cristo, ‘cada reino dividido en sí mismo va a la ruina' (Lc
11,17).
15.
Y la última, la enfermedad del provecho mundano, del exhibicionismo, cuando el
apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener
provechos mundanos o más poderes. Es la enfermedad de las personas que buscan
infatigablemente el multiplicar poderes y por este objetivo son capaces de
calumniar, de difamar y de desacreditar a los demás, incluso en periódicos y en
revistas. Naturalmente para exhibirse y demostrarse más capaces que los demás. También
esta enfermedad hace mucho daño al Cuerpo porque lleva a las personas a
justificar el uso de cualquier medio para alcanzar tal objetivo, a menudo en
nombre de la justicia y de la transparencia. Recuerdo un sacerdote que llamaba
a los periodistas para decirles -e inventar- cosas privadas y reservadas de sus
hermanos y parroquianos. Para él, lo que contaba era verse en las primeras
páginas, porque así se sentía ‘poderoso y vencedor', causando tanto mal a los
otros y a la Iglesia. ¡Pobrecito!
Hermanos, estas enfermedades y tentaciones son naturalmente un peligro para
cada cristiano y para cada curia, comunidad, congregación, parroquia,
movimiento eclesial, y pueden golpear sea a nivel individual que comunitario.
Es
necesario aclarar que es sólo el Espíritu Santo -el alma del Cuerpo Místico de
Cristo, como afirma el Credo: ‘Creo... en el Espíritu Santo, Señor y
vivificador'- quien cura cada enfermedad. Es el Espíritu Santo quien sostiene
cada sincero esfuerzo de purificación y de cada buena voluntad de conversión.
Es Él quien nos da a entender que cada miembro participa en la santificación
del cuerpo y a su debilitamiento. Es Él el promotor de la armonía: ‘Ipse
harmonia est', dice San Basilio. San Agustín nos dice: ‘Hasta que una parte se
adhiere al cuerpo, su curación no es desesperada; aquello que fue cortado, no
puede curarse ni sanar'.
La
curación es también fruto de la conciencia de la enfermedad y de la decisión
personal y comunitaria de curarse soportando pacientemente y con perseverancia
la curación. Por lo tanto, estamos llamados -en este tiempo de Navidad y para
todo el tiempo de nuestro servicio y de nuestra existencia- a vivir ‘según la
verdad en la caridad, tratando de crecer en cada cosa hacia Él, que es el jefe,
Cristo, de quien todo el cuerpo, bien compaginado y conectado, mediante la
colaboración de cada empalme, según la energía propia de cada miembro, recibe
fuerza para crecer en manera de edificar a sí mismo en la caridad (Ef 4,
15-16).
Queridos
hermanos, Una vez he leído que los sacerdotes son como los aviones: sólo hacen
noticia cuando caen, pero hay muchos que vuelan. Muchos critican y pocos rezan
por ellos. Es una frase muy simpática y muy cierta, porque indica la
importancia y la delicadeza de nuestro servicio sacerdotal, y cuánto mal podría
causar un solo sacerdote que ‘cae' a todo el cuerpo de la Iglesia. Por lo
tanto, para no caer en estos días en los que estamos preparándonos a la
Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia,
curar las heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva en su corazón y de
sostener a la Iglesia y a la Curia de modo que sean sanos y re sanadores,
santos y santificantes, a gloria de su Hijo y para nuestra salvación y del
mundo entero. Pidamos a Él hacernos amar a la Iglesia como la ha amado Cristo,
su hijo y nuestro Señor, y de tener la valentía de reconocernos pecadores y
necesitados de su Misericordia y de no tener miedo a abandonar nuestra mano
entre sus manos maternas.
Muchas felicidades por una santa Navidad a todos ustedes, a sus familias y a
sus colaboradores. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias de
corazón.