La narración de la pasión
según San Juan nos presenta la imagen de Jesús que el evangelista ha querido
forjar a través de todo su evangelio: un Jesús que es la revelación del Padre,
al mismo tiempo que en él se revela la plenitud del amor. Aún pendiente de la
cruz su vida y su muerte es una victoria, porque “todo se ha cumplido” como era
la voluntad del Padre.
La muerte ha sido el gran
misterio que ha preocupado al hombre a través de toda su historia. Porque
aunque éste ha pretendido negar todas las verdades, sin embargo hay una que
siempre le persigue y nunca ha podido rechazar: la realidad de la muerte. Ni
siquiera los ateos más recalcitrantes se han atrevido a negar que ellos también
han de morir.
Jesús murió abandonado por
todos; sus discípulos huyeron, los judíos lo despreciaban; el Padre se hizo
sordo a su clamor; esa tarde en la cruz colgaba el cuerpo de un ajusticiado,
condenado por la justicia humana y rechazado por su pueblo. Parecía que el odio
hubiera vencido sobre el amor; el poder sobre la debilidad de un hombre; la
tinieblas sobre la luz; la muerte sobre la vida. Aquella tarde cuando las
tinieblas cayeron sobre el monte Calvario parecía que todo había terminado y
los enemigos de Jesús podían por fin descansar tranquilos.
Pero he aquí que en lo más
profundo de los acontecimientos, la realidad era distinta. Jesús no era un
vencido, sino un triunfador; no lo aprisionaba la muerte, sino que se había
liberado de su abrazo mortal; lo que parecía ignominia se transformó en gloria;
lo que muchos pensaban que era el fin, no era sino el comienzo de una nueva
etapa de la historia de la salvación. La cruz dejó de ser un instrumento de
tortura, para convertirse en el trono de gloria del nuevo rey y la corona de
espinas que ciñó su cabeza es ahora una diadema de honor.
Al morir Jesús dio un nuevo
sentido a la muerte, a la vida, al dolor. La pregunta desesperada del hombre
sobre la muerte encontró una respuesta. Pero esto no significa que podamos
cruzarnos de brazos y contentarnos con enseñar que la muerte de Jesús significó
un cambio en la vida de la humanidad. Ese cambio debe manifestarse en nuestra
existencia porque él no aceptó su muerte con la resignación de quien se somete
a un destino ineludible, sino como quien acepta una misión de Dios. Por eso su
muerte condena la injusticia de los crímenes y asesinatos, pero nos pide hacer
algo contra la injusticia porque no solo condena la explotación de los
oprimidos, sino que nos pide mejorar su situación; la muerte de Jesús no solo
es un rechazo del abandono de las muchedumbres, sino que nos exige que nos
acerquemos al desvalido.
Su muerte no es solamente un
recuerdo que revivimos cada año, sino un llamado a mejorar el mundo, a destruir
las estructuras de pecado; a restablecer las condiciones de paz; a construir
una sociedad basada en la concordia, la colaboración y la justicia.
Cuando veamos esta semana a
nuestros crucificados, recordemos que la cruz nos enseña que Dios es el primero
que se ve afectado por el amor en libertad que él mismo nos ha dado. Nos
descubre hasta dónde llega el pecado, pero al mismo tiempo nos descubre hasta
donde llega el amor. La cruz de Cristo nos enseña que no se trata de cerrar los
ojos a la realidad negativa del mundo, sino de transformar la realidad con los
ojos bien abiertos. Saber ver hoy la presencia sufriente de Cristo en los
enfermos mal atendidos, en los jóvenes desesperados y maltratados por las
drogas, en los ancianos ante la soledad, en las familias destrozadas donde los
niños viven las mayores consecuencias, los pobres de espíritu y los pobres
materiales, que no tienen pan, agua, casa. Estando junto a estas innumerables cruces
actuales, es mañana sábado por la noche donde podremos encontrar al Resucitado
en la vigilia pascual.
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