A pesar de que Jesús, reconocía
de que nadie es profeta en su tierra. Jesús es y actúa como profeta. No es un
sacerdote del templo ni un maestro de la ley. Su autoridad proviene de Dios,
empeñado en alentar y guiar con su Espíritu a su pueblo querido cuando los
dirigentes políticos y religiosos no saben hacerlo.
Los rasgos del profeta son
inconfundibles. En medio de una sociedad injusta donde los poderosos buscan su
bienestar silenciando el sufrimiento de los que lloran, el profeta se atreve a
leer y a vivir la realidad desde la compasión de Dios por los últimos. Su vida
entera se convierte en “presencia alternativa” que critica las injusticias y
llama a la conversión y el cambio.
Por otra parte, cuando la
misma religión se acomoda a un orden de cosas injusto y sus intereses ya no
responden a los de Dios, el profeta sacude la indiferencia y el autoengaño,
critica la ilusión de eternidad y absoluto que amenaza a toda religión y
recuerda a todos que sólo Dios salva. Su presencia introduce una esperanza
nueva pues invita a pensar el futuro desde la libertad y el amor de Dios.
Una Iglesia que ignora la
dimensión profética de Jesús y de sus seguidores, corre el riesgo de quedarse
sin profetas. Nos preocupa mucho la escasez de sacerdotes y pedimos vocaciones
para el servicio presbiteral. ¿Por qué no pedimos que Dios suscite profetas?
¿No los necesitamos? ¿No sentimos necesidad de suscitar el espíritu profético
en nuestras comunidades?.
Una Iglesia sin profetas,
¿no corre el riesgo de caminar sorda a las llamadas de Dios a la conversión y
el cambio? Un cristianismo sin espíritu profético, ¿ no tiene el peligro de
quedar controlado por el orden, la tradición o el miedo a la novedad de Dios?.
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